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Lina Hinestroza y su lucha contra el cáncer

6 enero 2021 Revista 5 Sentidos

El cáncer de seno le enseñó a Lina Hinestroza agradecer por cada minuto de la vida y a a cambiar sus prioridades. Conozca su historia.

Mujer vestida de color rosado sonriendoEl cáncer de seno le enseñó a agradecer por cada minuto de la vida, a cambiar sus prioridades, a entender que la belleza y el cuerpo son pasajeros. Conozca su historia.

Lina Hinestroza tiene 48 años, el pelo negro y largo, la tez blanca y 16 heridas de guerra en el cuerpo, las huellas que le dejó el cáncer de seno.

Su historia se parece a la de muchas mujeres: un esposo, tres hijos, un trabajo y mucho estrés; algunos nódulos en sus senos que rutinariamente se chequeaba y rutinariamente salían bien, hasta que un día de julio de 2013 apareció la sospecha, luego vino la biopsia y después el resultado.

La noticia se la dio Juan Luis, su esposo, el 1º de agosto de 2013. La llevó al parqueadero de un edificio en el que habían vivido los padres de él y que no era muy significativo para Lina. Muchas cosas cambiaron a partir de ese momento, desde la lista de sus prioridades hasta lo que sentía por los animales.

Mujer sentada en escalera cargando un perro

Sigue levantándose temprano, muy temprano, pero ya no para empezar a trabajar. “Pongo el despertador diez minuticos antes de la hora en la que me tengo que levantar y simplemente doy gracias, porque tuve días en los que cuando abría mis ojos todo me dolía, me costaba respirar, no podía caminar, no podía subir las escaleras, no podía ni lavarme los dientes, coger un celular, abotonarme… Entonces ahora, cuando abro los ojos y me siento con estas ganas de ponerme los tenis y de irme a trotar, digo gracias Dios mío, y siento una gratitud muy grande hacia cosas que creía garantizadas: correr, trotar, respirar, caminar”. Y no es que nada le duela –aclara– porque solo las personas que han pasado por un tratamiento contra el cáncer, además de las cicatrices, saben de los dolores en el cuerpo y en las articulaciones.

“Yo tomaba pastillas contra el dolor todos los días, hasta que un día dije: esto es por diez años y tengo dos opciones o le hago resistencia y me quejo, o lo abrazo y lo recibo como parte de mi vida”.

“Me siento mucho mejor que antes, más aliviada, con más vida. Estoy haciendo cosas que físicamente nunca había hecho, por ejemplo correr. Ya llevo dos medias maratones y en mi vida, había corrido”.

No es la primera vez que Lina decide abrazar algo que la incomoda y que no le pertenece. Mientras sus compañeros de quimioterapia renegaban, ella se encerraba en el baño, cogía la bolsa en sus manos y le hablaba: “Gracias porque existes. Te doy la bienvenida a mi cuerpo, te invito a que recorras cada milímetro, te recibo desde la punta de los pies hasta la cabeza”, le decía a la bolsa, como si pudiera escucharla y se convenció de que cada malestar que le producía era parte del proceso y un paso más para recuperar su salud.

Cuando salía de la quimioterapia hacía “after quimio”. “Me iba con mis amigas. Ellas tomaban vino y yo tomaba agua”. No era que no experimentara los efectos, sino que Lina había decidido no dejarse vencer.

Antes del cáncer hacía ejercicio, pero no era tan constante y fue precisamente la enfermedad la que la llevó a correr todos los días, a decidir que el sol para ella salía a las diez de la mañana, porque antes es un tiempo para sí misma, para hacer deporte y ahora, curiosamente, entre los objetos que llama imprescindibles están los tenis.

“Yo nunca había trotado en mi vida, pero un día una señora estaba hablando con otra y le decía: ¡Ay, no mija! Eso acaba con uno. Yo hace dos años que terminé la quimioterapia y ese dolor en los músculos, en las articulaciones no lo deja a uno correr” y esas palabras se le quedaron grabadas y como un “no”, un “no se puede”, son respuestas que no le sirven, decidió empezar a trotar. Ahora lo hace todas las mañanas después de levantarse, difícilmente algo o alguien le mueve esa rutina porque entre las cosas que aprendió con la enfermedad están que la vida no es solo trabajo, sino también familia; ejercicio, tiempo para ella, pero sobre todo le enseñó a soltar el control. Cuando le preguntan qué cambió en su vida responde sin vacilar: “Boté el control, ya me doy permiso de entender que todo pasa como tiene que pasar… Yo era muy controladora, que todo fuera como yo quisiera y una enfermedad de estas es todo lo contrario a lo que uno quiere. Además, se apodera de todo, de la tranquilidad, de la paz, pero sobre todo de la agenda por año y medio […] Ahora me preguntan a qué hora y yo digo, a la que pueda”. Tampoco se desespera si está en medio de una congestión; si las cosas no salen como esperaba, ha entendido que no es el fin del mundo, mejor aún, que no es el final de la vida y que siempre hay una salida.

Mujer con blusa rosada sonriendo

Su actitud no resulta extraña, Lina es la menor de ocho hermanos, consentida, bullosa y articuladora –dice– cuando habla de su lugar en la familia. Pero sobre todo positiva, apasionada y la enfermedad le ha mostrado que los radicalismos son innecesarios, que todo puede cambiar, hasta las ideas más arraigadas. Ella, por ejemplo, nunca fue amiga de las mascotas, ahora tiene tres perras york, Gabi, Canela y Micaela. Duerme con ellas y hasta las besa. Durante la enfermedad perdió a su primera mascota, Isabella, una perrita york que accedió a tener, tras la insistencia de sus hijos. Primero la aceptó con condiciones: afuera de la casa, sin que se subiera a los muebles y sin que tuviera nada que ver con ella, pero Isabella se fue robando su corazón y se convirtió en su enfermera y guardiana personal.

“Dicen que los perros se llevan la enfermedad. Isabella se murió el día que yo me sentí aliviada”, dice y asegura que fue ella la que le despertó el amor incondicional por una mascota. “Yo siento que es una obligación de todo ser humano tener una algún día porque se trata de un amor distinto”. Después de Isabella vinieron otras tres: pequeñas, juguetonas y a veces gruñonas, cuando de Lina se trata.

Han pasado cuatro años y unos cuantos meses desde que Lina supo que tenía cáncer, de que decidiera “ponerle el pecho”, como dice ella en su blog, y además de las heridas de guerra, ese proceso ha dejado otras huellas como Modo Rosa, una iniciativa que se le ocurrió para “que más mujeres lleguen a tiempo”, para que tengan un diagnóstico que les permita salvar su vida, ver crecer a sus hijos o simplemente cumplir sus sueños.

Antes de su cáncer Lina prefería vestirse de blanco y de negro. Ahora, dice, es color y no pierde oportunidad para llevar el rosa en su cuerpo, lo tiene en una pulsera que siempre está en su mano izquierda, pero también en la ropa, incluso en los labios. Una manera de recordar con su propia presencia que un diagnóstico a tiempo puede ser la esperanza para evitar la muerte por cáncer de seno.

Su tratamiento terminó a finales de 2014 y Lina dice que se siente más vital que nunca, sabe que tiene miles de seguidoras en sus redes, en su blog y procura ofrecerles apoyo a las que empiezan a pasar por lo que ella ha experimentado.

En su blog ha relatado día a día su proceso, con humor ha mostrado eso que en su momento representó tanto dolor: la enfermedad, perder el pelo, la mastectomía, la quimioterapia, la pérdida de las pestañas y las cejas. Esa bitácora de viaje por la enfermedad se ha convertido en el mapa de otras mujeres que todos los días son diagnosticadas con cáncer de seno y aunque ya no lo alimenta con la frecuencia que lo hacía, ahí está el testimonio de una mujer que aún siente una punzada en el estómago cuando sabe que el cáncer de una amiga, de una conocida, de otra mujer hizo metástasis o que ha muerto, “ese día me da un chuzo aquí –y señala su estómago– y siento como una puñalada que me dura 24 horas, pero al otro día digo: somos más las que hemos sobrevivido”.