Para que la convivencia con el otro, que es diferente a uno, sea sana, hay que reconocerlo y respetarlo con sus ideas y maneras de ver el mundo.
Para que la convivencia con el otro, que es diferente a uno, sea sana, hay que reconocerlo y respetar sus ideas y maneras de ver el mundo.
La lucha de géneros lleva siglos y en lo que llamamos el mundo civilizado sigue siendo un tema que se mantiene en debate. ¿Somos iguales los hombres a las mujeres? Biológicamente, definitivamente no. Somos diferentes, diseñados para ayudar a la conservación de la especie y en esa diferencia radica, en realidad, la importancia tanto de los unos como de las otras.
El ser humano tiene una necesidad muy básica y es la de definirse en el mundo y generalmente lo hace a través de la comparación. Lo que no hemos aprendido todavía, a pesar de todos los siglos de existencia, es que esa comparación no tiene por qué llevar un juicio de valor. “Lo que es igual a mí, es bueno; lo diferente o desconocido, no”. La mayoría de los conflictos políticos, raciales, religiosos, entre otros, se basan en ese “yo y los que son como yo somos mejores y por lo tanto tenemos más derechos” y esta se trata de una generalización que, aunque puede dar cierta sensación de seguridad, resulta falsa, reduccionista e injusta.
La diferencia enriquece, facilita la resolución de problemas, nos hace más eficientes, efectivos y globales, porque aquello que no puedo solucionar o entender, posiblemente el otro sí.
Hombres y mujeres son diferentes, ni mejores ni peores por su género. Ambos pueden ser dulces o pueden ser agrios. Ambos pueden ser líderes, economistas, ingenieros, amos de casa, padres, científicos, matemáticos, artistas. Ambos pueden tener los mejores resultados, eso sí, cada uno llegando por su propio camino.
Para lograr una convivencia exitosa, una alianza que sume, hay que dejar de lado el paternalismo y las concesiones. Solo reconociendo la valía del otro en su unicidad y sobre todo respetando ese ser diferente con todo lo que me puede gustar o no de él se alcanza una coexistencia armoniosa.
El respeto, esa palabra devaluada en un mundo en el que nos sentimos con derecho a hacerlo todo, es la clave de la civilización, de una convivencia pacífica y enriquecedora. Respetar al otro, lo que siente, lo que piensa, lo que dice, así sea contrario a lo que pienso, es el camino, incluso respetar sus formas de hacer y sus caminos, sus prioridades y sus expectativas. Si lo hacemos, debemos esperar de vuelta el mismo respeto que ofrecemos.
La diferencia enriquece, la clave para una sana convivencia está en el respeto mutuo.