No se trata solo de matemáticas o de tener una maestría o un Ph. D, la inteligencia también es emocional.
Ser inteligente también es empatizar con el otro y saber ponernos en sus zapatos.
Por: Claudia Arias V.
La inteligencia es un afrodisiaco poderoso, quien hace gala de ella ostenta fuertes atractivos para los otros, pero ¿qué es la inteligencia o de qué inteligencia hablamos? ¿Ser el mejor en matemáticas y sobresalir en los exámenes? ¿Aquella que permite crear un imperio empresarial y erigir una fortuna? ¿Hacer dos carreras universitarias, una maestría y un Ph. D.? ¿Ser un genio en las artes?
Un paciente le dijo a su psiquiatra que uno de sus rasgos de inteligencia más poderosos era hacer el comentario preciso a alguien, para que cayera en la cuenta de alguna equivocación cometida, lo cual implicaba, muchas veces, una buena dosis de sarcasmo. “Eso no es inteligencia”, le respondió el especialista, reconociéndole a su paciente, claro, su rasgo de agudeza mental. De lo que no estaba tan seguro era de que ese fuera el tipo de inteligencia necesaria para los tiempos de hoy.
El psiquiatra se refería a lo que desde la década de 1980 denominamos “inteligencia emocional”, aunque el concepto se escuchó por primera vez hace casi un siglo. Se trata de esa capacidad de apreciar y expresar de manera justa las emociones propias y las de los demás, lo cual implica, al final, una sensibilidad que no siempre nos acompaña: ¿es justo, oportuno y necesario lo que diré? Quizás el aura de aquel genio solitario y neurótico que crea maravillas en cualquier campo nos siga fascinando, pero quizás nos preguntemos también cómo es su vida más allá de su dotado cerebro.
Acaso en un mundo en el que los adolescentes se suicidan ante la incapacidad de soportar el acoso del cual son víctimas en su colegio; o en el que la diferencia es vista como algo de lo que debemos sospechar, empatizar con el otro, tener compasión, es decir, ponernos en sus zapatos y poder sentir lo que siente, sea un rasgo de inteligencia pertinente. Como bien lo expresaba el experto en neuromarketing Jürgen Klaric en una charla sobre las falencias de la educación, hay que enseñar matemáticas, sí, pero hoy resulta fundamental también enseñar competencias prácticas para la vida.
No es poca cosa saber cocinar, cambiar un botón y hacer una reparación eléctrica menor, mucho menos valorar la situación del otro y evitar comentarios que pueden resultar ofensivos y que al hacerlos nos darán una gratificación instantánea que pronto desaparecerá, cuando la conciencia nos visite de nuevo y nos ponga a pensar en qué sintió el otro. Poner la inteligencia al servicio de nuestro ego resulta a veces más fácil que ponerla al servicio de los demás, pero en la construcción de un mundo más justo y cohesionado, establecer relaciones empáticas parece más inteligente que alimentar la propia autoestima.
El balance no es fácil, el extremo opuesto puede ser ceder sin medida frente a los otros, dejando la necesaria asertividad de lado; el reto consiste en lograr expresar tanto afecto negativo como positivo, discrepar con los demás de forma respetuosa y pedir aclaraciones cuando sea el caso; además, claro, de saber decir “no”. La pregunta esencial es: ¿quiero hacer entender al otro que quizás esté equivocado o quiero hacerlo sentir mal por ello?