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María Mulata: llorar cantando

3 agosto 2018 Revista 5 Sentidos

Diana Hernández, conocida artísticamente como María Mulata, es una mujer sensible que en cada canción deja su alma. Aquí su historia.

mujer recostada en un sofá

Sin importar si es un bolero o un bullerengue, un pasillo o una cumbia, María Mulata sigue demostrando que la música latina es la mejor fórmula para aliviar el alma. Esta es su historia.

Por Mauricio Builes

Era una gira musical más en familia. Diana Hernández, de nombre artístico María Mulata, tenía doce años y estaba en la parte trasera del carro con Fabián, su hermano mayor; adelante iban su papá y su mamá. Venían de participar en un festival en Yopal, Casanare, y se dirigían hacia Pajarito, Boyacá. Casi a mitad del camino, un grupo de hombres con camuflado y fusiles los detuvo. Era el mediodía del 6 de agosto de 1995. Los hombres eran guerrilleros de las Farc y, para la época, sus retenes en las carreteras del sur del país hacían parte del paisaje cotidiano. Sin embargo, era la primera vez que Diana y su familia caían en uno. Se bajaron del carro y la mamá comenzó a preguntarles a los campesinos de la zona dónde podía conseguir alimentos para el almuerzo de sus hijos. El papá, por su parte, buscó una casa para refugiarse. Todo parecía transcurrir en tensa calma. Una fila larga de carros, camiones, tractomulas y motos. Hombres y mujeres armados a lado y lado de la carretera y los detenidos ahí, sumisos y a la expectativa de las órdenes guerrilleras.

Tres horas después el ambiente cambió. Un helicóptero del Ejército Nacional comenzó a sobrevolar la zona: “Vi salir cientos de guerrilleros por todos lados –recuerda Diana–; todos miraban hacia el cielo y apuntaban. Fue una balacera impresionante”. El papá comenzó a rezar y a persignarse; la mamá, gritaba y trataba de cubrir a sus hijos. Diana dice que la imagen que se le quedó grabada en la memoria fue la de una guerrillera de unos 16 o 17 años de edad: “Yo la veía apuntando hacia el helicóptero, sonaban rafagazos y luego decía: ‘Casi le doy, casi le doy’. Estaba emocionada”. Ella no sabe cuánto tiempo duró la balacera, pero sí recuerda que se desmayó después de una explosión que hizo temblar la tierra. Cuando despertó lloró inconsolable. Era la primera vez que se encontraba de frente con la guerra, pero no la única.

Diana cuenta hoy esa historia como una anécdota casi fundacional en sus recuerdos musicales. Aunque aparentemente ese combate no tenga que ver con su educación musical, sí fue un detonante emocional que la ha guiado en su carrera artística.

Diana Hernández nació en San Gil, Santander, en una familia musical y conservadora. Desde los cuatro años de edad su papá le inculcó la música colombiana casi con disciplina militar. Todos los fines de semana su casa se convertía en un estudio para ensayos. Con Fabián cantaban desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde. Sin interrupciones. “Hasta que no cantáramos la canción de manera perfecta, no podíamos parar. A veces me ponía a llorar por lo cansada, pero ahí mi papá interrumpía el ensayo y me decía: ‘Bueno, entonces disolvemos este dúo’. Y yo volvía a cantar”.

Dos años después, cuando Diana tenía seis años de edad, ganaron el primer festival de música en Socorro, Santander. “Siempre salíamos los cuatro: mis papás, mi hermano y yo; y recorrimos medio país cantando música colombiana”. En Socorro sería el primero de una buena cantidad de premios en festivales y concursos. Ella perdió la cuenta de las medallas, los diplomas y los trofeos, pero reconoce que hay un antes y un después en su vida de escenarios: el Festival de Viña del Mar en 2007. Le otorgaron La Gaviota de Oro y Colombia comenzó a girar los reflectores hacia ella. ¿Quién era esa mujer blanca ataviada con un vestido colorido cantando y bailando bullerengue como si fuera la mismísima Eloísa Garcés?

Sentir y vivir el bullerengue

“Urabá también partió mi vida en dos”, dice. Cinco años antes de Viña del Mar, abandonó sus estudios musicales en la Universidad Javeriana y emprendió un viaje por carretera hacia el Urabá antioqueño con un propósito definido: conocer a las cantadoras tradicionales de bullerengue y grabar, junto a ellas, un disco autofinanciado (Itinerario de tambores, 2006). Pero ¿por qué eligió el bullerengue y no el bambuco o el pasillo, géneros por los que había navegado sin turbulencias desde niña? Y Diana responde convencida: “Yo quería cantar el bullerengue de manera perfecta y para hacerlo tenía que vivir lo que esas mujeres estaban sintiendo”.

Fue un recorrido por tierra de casi cien días por San Basilio de Palenque, María La Baja, Necoclí, Turbo, Arboletes, Puerto Escondido y Montería. Llegaba preguntando por las maestras del bullerengue y en cada lugar terminaba cantando en las tradicionales “ruedas de bullerengue”. La empatía con las cantadoras fue inmediata. Notaron en ella no solo un genuino interés por el ritmo y las tradiciones, sino que se dieron cuenta de su preparación artística (algo que ha hecho con cada género en el que ha incursionado). En efecto, durante semanas, Diana se internó en el patronato de artes de la universidad y tomó todos los discos del género e hizo una recopilación de 500 versos, muchos de los cuales eran de una de las cantadoras más importantes del país ya fallecida, Santos Valencia, y se los aprendió. Al cantarlos en la tierra original del bullerengue, entendió que lo que estaba haciendo no era más que llorar cantando. “En últimas, es un canto de resistencia negra y me identifiqué inmediatamente”, dice. Y rememora la pobreza extrema de esas mujeres, el abandono en el que viven, la indiferencia del país; y recuerda la violencia: “Yo llegué en plena guerra paramilitar y aún hoy no me explico por qué no me pasó nada”. La mayoría de esas cantadoras murió en el olvido.

Sensibilidad frente al otro

Diana es de signo Cáncer. Es pasional, cariñosa, protectora y, sobre todo, sensible. Se deja afectar fácil por el dolor de los demás. Por eso no son exageradas frases suyas como “Yo tomé ese sufrimiento como propio y comencé a cantarlo”. Pero ha hecho más que interpretar ese sufrimiento en escenarios nacionales e internacionales. Desde hace más de cinco años creó Colcha de Retazos, una fundación sin ánimo de lucro que repara comunidades vulnerables a través de la música: “Si algo me ha enseñado mi trabajo es que somos un país de indiferentes. No se trata de culpar solo al gobierno de que haya comunidades en un olvido cruel. La mayoría de las personas no miran para esos lugares, se quedan encerradas en su pequeño mundo… Y eso ocurre desde la niñez; si nosotros no entendemos desde temprano la riqueza cultural de Colombia, esa indiferencia será peor cuando estemos adultos, por eso uno de los ejes de Colcha de Retazos son los niños”.

Y ese argumento también lo usa para explicar por qué el colombiano promedio no compra música folclórica. Se ufana del arte colombiano cuando gana en Viña del Mar o resulta nominado a un Grammy –dice–, pero jamás va a los conciertos. Es el dilema con el que ella vive. Y más que dilema, una frustración.

¿Por qué insistir en la creación musical en un país que, en términos generales, no valora lo propio? Cada tanto, en una conversación de pasillo, en un correo electrónico o después de un concierto, se llena de motivos para irse, para continuar su carrera desde lugares como México donde es más escuchada que en Colombia; pero hay algo en ella que se resiste. Su música, sus motivaciones, su inspiración están acá, sus anclas están en Antioquia, en Boyacá, en Bogotá, en Santander, en Córdoba. Entonces, ante esa buena dosis de frustración, vuelve al canto. Y así lo demuestra con Idas y vueltas, su última producción realizada junto al productor Iván Benavidez. Son once canciones que casi pueden ser interpretadas como una colcha de retazos musicales o el resumen de tantos años de estudio y creación a partir del bambuco, la cueca, el bullerengue, la marinera, el currulao, el merengue, el pasillo ecuatoriano, el fandango y el bolero. “Todo eso soy yo”, dice.

Basta escuchar Conjuro, la primera canción de Idas y vueltas, para darse cuenta de que además de la investigación académica por diferentes géneros latinoamericanos, Diana hizo una investigación emocional que dejó letras como Desde que te fuiste, dormir ya no puedo, despierto soñando, eres mi desvelo. Y pasan los días sin ningún apuro, pronuncio tu nombre, eres mi conjuro. Y quedan en evidencia no solo las influencias poéticas de su trabajo, sino las tusas o los desamores o el querer sin ser querida: “Hubo una época en la que no me salía nada –dice refiriéndose a las letras–, pero tuve una tusa y todo cambió”.

Y tal vez eso también explique por qué a pesar de la sonrisa fácil y de su alegría en los escenarios, hay, en sus maneras y en los ojos, un deje de tristeza. Parece incorporar en su personalidad la misma paradoja del bullerengue: un canto que a distancia o en apariencia resulta alegre, pero que no es otra cosa que un canto de almas adoloridas. Por fortuna, Diana siempre tendrá a la música como refugio.

La María Mulata es un pájaro negro del Caribe de ojos amarillos. Estos pájaros la acompañaron muchas tardes en Urabá cuando practicaba bullerengue con su maestra, Etelvina Maldonado. Una de esas tardes decidió que ese sería, primero, el nombre del proyecto musical y, luego, su nombre artístico.