La responsabilidad de cuidar el planeta es de todos. Es hora de actuar con responsabilidad para conservar los recursos de los que dependemos.
Se ha convertido en un concepto tan importante y vital como justicia o derechos humanos. Si bien hace una década hablar de sostenibilidad se consideraba una moda, un capricho, una utopía, hoy se tiene la certeza de que es un asunto apremiante. Gobiernos, entidades internacionales y empresas trabajan en el diseño de políticas y procesos que conserven el equilibrio y garanticen la supervivencia de nuestra especie.
El asunto, sin embargo, sigue mirándose a la distancia. Pensamos que son las empresas, los gobiernos, las administraciones locales los que tienen la obligación de velar por la sostenibilidad y que son los que tienen que tomar medidas para protegernos, pero se nos olvida que como individuos tenemos toda la responsabilidad, la capacidad y el poder para ayudar a cambiar la realidad.
Cada acto, cada decisión que tomamos cotidianamente pueden ayudar en la conservación de esos recursos de los que dependemos. Por ejemplo, cuando botamos una servilleta pensamos que estamos tirando algo que vale solo unos centavos, pero se nos olvida que para que esa servilleta haya llegado a nuestra mesa, se consumieron toneladas de pulpa vegetal, químicos, agua y energía. Lo mismo pasa con los alimentos que desechamos: ¿cuántos terrenos vírgenes se han cortado para que tengamos una verdura que no es de temporada en nuestro plato? ¿Cuánto fertilizante y cuánta agua se han utilizado?
Gracias a la economía de mercado todos los adelantos científicos han llegado a nuestra puerta: Internet ha democratizado el conocimiento, los teléfonos celulares nos han conectado con rincones inimaginables y tenemos comodidades que hace un siglo parecían impensables: una nevera, un tensiómetro, un medidor de insulina en casa. Algunas de las cosas con las que hoy contamos fueron tesoros que generaron guerras e impulsaron búsquedas épicas: la sal, las especias, algo tan cotidiano como un cuchillo que no se oxida ni pierde su filo o un simple balde de plástico que puede durar más que la propia vida.
La invitación es entonces a consumir con responsabilidad y conciencia, a disminuir el derroche y el desperdicio, a darle el valor real a cada objeto porque aunque su valor comercial sea mínimo, el esfuerzo y el gasto en recursos para su materialización son enormes. .
Evitar, en ese pequeño reino que es nuestra casa, el despilfarro de agua y electricidad con medidas tan sencillas como cerrar la llave, tener tomas con botones de encendido para mantener los electrodomésticos totalmente apagados mientras no se usan, desenchufar los cargadores de celulares y tabletas si no están conectados puede hacer la diferencia. Pero más importante que los ahorros es enseñar a las nuevas generaciones a respetar y valorar la vida de cada animal, cada planta, cada insecto, porque ellos son fundamentales para el equilibrio de nuestro planeta.
Aparentemente el impacto individual es mínimo, pero si se suma el vecino, los hijos que lo han aprendido, el número va creciendo y cuando menos pensemos seremos millones. Resulta imposible controlar lo que los otros hacen, pero ese pequeño espacio de poder que tenemos en nuestro microentorno es más importante y fuerte de lo que podemos imaginar.
Nunca antes la humanidad había vivido con tanta comodidad y aunque posiblemente los más adultos no vivan la era de la escasez, las proyecciones señalan que de seguir en el ritmo que va la humanidad, bienes tan vitales como el agua, el petróleo (y por lo tanto la energía), especies esenciales para la cadena alimentaria como son las abejas o el plancton de los océanos comenzarán a escasear. El reto es que nuestra descendencia pueda vivir dignamente en un mundo pródigo como el que nosotros hemos tenido la suerte de habitar.
El planeta es nuestra casa y todos somos responsables de mantener su equilibrio. Solo cuando seamos conscientes de esta responsabilidad lograremos dejarle un buen lugar para habitar a las generaciones que llegan.