Sereno, sencillo, sabio, Abel Rodríguez habla de su tránsito de la Amazonia a los Andes y de cómo llegó a dibujar la naturaleza amazónica.
Sereno, sencillo, sabio, Abel Rodríguez habla de su tránsito de la Amazonia a los Andes y de cómo llegó a dibujar la naturaleza amazónica.
Por: María Isabel García.
Selva adentro
Promediaba el siglo XX y un niño atravesaba la selva en hombros de quien le revelaría los secretos de la naturaleza: el curso de los ríos, los nombres de los peces, el vuelo de las aves, el aroma de las plantas con su acento dulce o amargo, benéfico o dañino. Todo lo fue aprendiendo con el paso de los días marcados por el caer de las hojas y el brote de los frutos, a manera de calendario perenne.
El niño era Mogaje Guihu, Pluma de Gavilán Resplandeciente en lengua nonuya, de la etnia de su padre, a quien perdió a los dos años; creció con su madre, muiname y su padrastro del pueblo andoque.
Fue David, el abuelo de la comunidad, su guía y maestro. “Quiero que usted sea mi reemplazo”, le decía al explicarle los rigores y exigencias de tal destino: dieta de casabe, pescado tucupí y pocas frutas, y disciplina absoluta en las prácticas durante el periodo de aislamiento en el monte, según que el camino a tomar fuera de tigre, boa, jaguar… “Si algún error comete, se acabó todo. Si persiste, puede llegar a ser lo que quiera, a dominar”, le sentenciaba.
Abel dudaba. “Quería y no quería. Era una decisión de vida; tenía once años, ya sabía que en el comienzo de los tiempos en la Tierra, la gente eran plantas, pájaros y tigres, y que el árbol de yugo, el rey del mundo, sobresalía del dosel de la Amazonia. Conocía los árboles usables y ordinarios, yerbas y plantas medicinales, oraciones y conjuros”. Entonces aparecieron por el resguardo los misioneros católicos reclutando muchachos para catequizarlos en los internados de La Chorrera. “Empecé a mirar otras formas de vida y al regresar a la comunidad ya no pude retomar la formación con el abuelo […] Del internado salí apenas leyendo disparates”, dice con cierta picardía. “Pero nunca desistí de seguir observando, buscando, escuchando y nombrando. Las personas, como los árboles, nacemos con el destino marcado”, afirma.
La familia
Vinieron los tiempos de cauchero en compañía de su amigo Andrés, paisano de la comunidad, y las pesadas jornadas a órdenes de capataces implacables y remuneración precaria. Luego, a los veinte años, de nuevo idas y venidas de tres días a pie entre el resguardo y La Chorrera, el noviazgo de seis meses con Elisa Payeo, que entonces tenía 16 y estaba en el internado de monjas. Abel cuenta que fue la madre de ella la que le preguntó si quería ser novio de su hija, que el cura Plácido lo animó a establecer la relación y le consiguió la boleta para visitarla, y que ahorraba para regalarle dulces y brillantina perfumada. Después, el matrimonio, los hijos, la salida hacia Araracuara, en límites entre Caquetá y Amazonas, en busca de mejores condiciones para su familia. La vinculación con la ONG Tropembos International como baquiano y guía de universitarios en pasantía a quienes desconcertaba con su saber y memoria prodigiosa que lo enfrentaba a despojarse de un saber que le era muy íntimo: “A veces sentía celos de contar todo”, dice. Pasado un tiempo se recrudeció el conflicto en la zona, el proyecto de investigación se trasladó al Parque Nacional Natural de Amacayacu, lo que junto a la enfermedad de su esposa hizo que Abel y su familia recalaran en Bosa, al sur de Bogotá.
Lo indígena y lo occidental
Abel reflexiona sobre cómo llegó a su trabajo pictórico que es la prolongación de su selva ancestral.
“Esto no lo aprendí, me nació ya hecho un hombre, como una forma de sobrevivencia […] Antes, en el internado, de vez en cuando dibujaba una ramita, un pajarito, otro animalito, pero no más”. Ya en Bogotá, con su familia y sin dinero, acudió a Tropembos y su director, Carlos Rodríguez, le ofreció convertir en ilustraciones todo su conocimiento de la naturaleza amazónica. “Me decía: ‘¡Intente, usted sabe!, saque esa figura como pueda’, y para animarme me hablaba de un paisano que en las riberas del Mirití-Paraná había dibujado muy bien una palma”, rememora.
Así que provisto de papel, lápices, tinta y colores se enfrentó a traducir en imágenes cuanto había aprendido de niño y había profundizado en años de observación. Se propuso sistematizar en ilustraciones el conocimiento que había transmitido a los estudiantes a los que había desbrozado las rutas del bosque, posibilitándoles equivalencias entre las clasificaciones locales y la taxonomía occidental de las plantas. Tardó en encontrar una técnica que le facilitara reproducir fielmente los tonos y texturas de troncos, lianas, flores y semillas, y los matices del pelaje de los monos y el plumaje de las aves, pero al cabo del primer año tenía 200 ilustraciones de gran belleza y valor documental.
Rodríguez sabía por qué pedirle que venciera la resistencia a dibujar lo que tanto conocía. En El nombrador de las plantas, la botánica amazónica desde el saber indígena, incluido en el catálogo de la exposición Historia natural y política: conocimientos y representaciones de la naturaleza americana (2008), con la que el Banco de la República conmemoró los 200 años del nacimiento de José Celestino Mutis, el director de Tropembos escribió: “Desde su propia visión don Abel nombra, con nombres locales, más de 300 especies arbóreas y bejucos asociados […] Para los biólogos e ingenieros forestales que tenían relación directa con don Abel en sus investigaciones de campo, llamó enormemente la atención su capacidad de plasmar en una línea la forma del árbol […] Mientras para los especialistas los modelos se dibujaban con líneas, círculos y óvalos, para don Abel le era muy sencilla la representación real del árbol, con la distribución y proporción de las ramas y, lo más asombroso, la clara caracterización de las coronas o copas. Esto último es de muy difícil reconocimiento en la selva”.
“El conocimiento lo tenía, pero me faltaba aflojar la mano. En la primera semana saqué dibujos de los bejucos y quienes los vieron me decían que estaban muy bien”. Luego vino una serie de palmas y así, poco a poco, fue recorriendo los senderos de su infancia y juventud “mirando cómo está este o aquel árbol, si agachado para un lado y con más ramas del otro, mejor dicho, sacando figuras”, sin hacer esfuerzos para recordar porque “todo lo tengo aquí”, y señala su frente.
“Creo que mi pintura es resultado de la cultura occidental. Nunca esperé ni pensé que me llegaría este valor. Si lo hubiera pensado, tal vez habría estudiado más sobre la creación de la selva”, dice con la sencillez que le es propia.
Sus exposiciones
- 2013, Medellín. 43 Salón (Inter) Nacional de Artistas.
- 2013, Belo Horizonte, Brasil. ¡Mira! Artes visuales contemporáneas de los pueblos indígenas.
- 2013, Las plantas cultivadas por la gente del centro en la Amazonia colombiana, publicación para el Proyecto “Putumayo Tres Fronteras”.
- 2014, Bogotá. Selva cosmopolítica, con la que el Museo de Artes de la Universidad Nacional conmemoró 147 años de fundación.
- 2014, Nueva York. Waterweavers: el río en la cultura visual y material contemporánea de Colombia.
- 2014. Calendario Árboles de la selva amazónica, ilustraciones para Calle de Papel.
- 2014. Es reconocido con el Premio Principal Príncipe Claus, de los Países Bajos, por su trabajo pionero en el terreno de la cultura y el desarrollo.
- 2016, Bogotá. iimitya – palabra de poder, exposición para Flora ars+natura.
- 2017, Kassel, Alemania. Documenta 14, invitado de honor por Colombia, junto con Beatriz González.
En la exposición Historia natural y política: conocimientos y representaciones de la naturaleza americana se encuentran los dibujos de Abel con observaciones sobre los cambios estacionales y las relaciones ecológicas de flora y fauna de la selva amazónica.