Pasado y presente orientan su existencia y fueron cómplices para darle alas a su ópera prima: Jericó, el infinito vuelo de los días.
El cine no fue el primer amor de Catalina Mesa, pero supo esperarla en el lugar y el tiempo indicados. Como una filigrana perfecta, todos los caminos recorridos por ella tejieron una red que la condujo a su origen y al espíritu femenino de un pueblo antioqueño que guarda sus días de infancia. Este encuentro le ha dado relatos, miradas, sensaciones y el placer de cocrear con el otro y con la vida misma.
La historia de esta mujer errante y viajera comenzó en Medellín, en el seno de una familia que la educó a partir de una mezcla especial: naturaleza y arte. “Cuando pienso en la infancia se me vienen dos imágenes inmediatamente: el campo, porque crecí yendo a la finca todos los fines de semana; y la danza, porque desde muy chiquita fui bailarina”, dice Catalina al recordar sus clases de baile como el momento más feliz del día y la sinfonía silvestre de las noches en el suroeste de Antioquia como la música de la vida.
La visión empresarial de su padre y las habilidades artesanales de su madre le dieron lo mejor de dos mundos: la capacidad de trabajar en equipo y el deleite de la exploración artística y estética. Todo parecía indicar que la única mujer de los tres hijos de la familia Mesa optaba por seguir la influencia paterna y estudiar Management y Comunicaciones en el Boston College.
Cuando terminó su carrera, se mudó a Nueva York para trabajar con una productora y, en los dos años que estuvo allí, fue responsable de ejecutar varios proyectos para distintas compañías europeas. El que parecía un trabajo soñado se transformó por completo después del 11 de septiembre de 2001, ese fatídico día que Catalina vivió de cerca.
Presenciar la magnitud del ataque a las Torres Gemelas la confrontó con lo que era su realidad. Ese hecho le aceleró el proceso de preguntarse: “¿Qué es importante para mí? Uno hereda muchas figuras del éxito, pero para cada persona es diferente. Para mí el éxito es seguir los dictados del corazón. Uno es exitoso cuando es uno mismo”.
Francia, el umbral de la libertad
A los 21 años, Catalina renunció a su trabajo en Nueva York para escuchar lo que le decía su corazón. “Lo único que sabía es que quería hacer algo que me diera la alegría de vivir”, recuerda, y la respuesta fue clara: Francia. Llegó con la idea de estudiar el idioma del país galo por seis meses, pero una vez allí sintió que había arribado al lugar indicado. No sabía cuál sería su futuro, pero tenía dos regalos invaluables que recibió de esa nación: la libertad de ser ella misma y la capacidad de vivir el presente.
“En esos momentos de vacío, de incertidumbre, en los que lo único que tienes es el presente, me acuerdo que me sentaba mucho en parques y decía: ‘lo único que sé con certeza es que esta flor, a esta hora del día, con este paso de la gente, es una hermosura. De resto, no sé nada más’. Fueron temporadas de contemplación porque no tenía el futuro resuelto. Y ahí fue donde me empecé a interesar en los reflejos, las sombras, la forma de las cosas: esa es la fotografía. Yo creo que antes de coger una cámara fue entender el estado contemplativo que esto requiere. Fue un momento de iniciación hacia una mirada más profunda de la presencia de las cosas”, afirma Catalina.
Su papá la define como una “estudiante profesional” por su inagotable curiosidad y el disfrute que para ella representa aprender. Antes de dedicarse a narrar a través del lente de una cámara, estudió Historia de las Artes del Espectáculo y después hizo una Maestría en Letras, haciendo honor a la relación inquebrantable que desde niña tiene con la escritura. Después vino su inmersión en la fotografía como una forma tangible de comunicación: “Fue la época más rica del mundo porque todo lo que había estudiado, pude empezar a verlo a través de otras cosas. Fue un deleite. Y como dos ríos, la fotografía y la escritura se unen en la realización (audiovisual)”, dice.
Con algunas respuestas encontradas y a punto de que su visa como estudiante en Francia terminara, presentó una propuesta en París para crear su propia casa productora. Así nació Miravus, un proyecto en el que trabajó intensamente entre 2008 y 2014, generando contenidos para todo tipo de industrias. Y al lograr la visa de residencia y demostrar la viabilidad de su empresa, decidió hacerse un regalo que tenía pendiente: Jericó.
Homenaje a la tía abuela Ruth
En 2015, Catalina decidió darle vida a un sueño: se trasladó por tres meses a Jericó, un pueblo del suroeste antioqueño, para honrar por medio de un proyecto cinematográfico el espíritu femenino del lugar en el había había vivido Ruth Mesa, su tía abuela. “Era un buen lugar para realizar un homenaje a mi propia cultura. Comí mucha arepa, tomé mucho café, comí mucho sancocho. Me fui de casa en casa encontrándome con estas mujeres, una más increíble que la otra”, cuenta Catalina.
El resultado fue una narración a muchas voces con tintes musicales y cómicos llamada Jericó, el infinito vuelo de los días, la cual tiene como personajes principales a varias mujeres jericoanas quienes, a partir de sus historias de vida, reconstruyen la memoria del municipio. Estrenada en 2016, la película suma, a la fecha, más de 30 proyecciones en festivales del mundo.
El Teatro Santamaría, del pueblo anfitrión, que en 1948 recibió a la tía Ruth como reina de la parroquia, acogió casi setenta años después a Chila, Luz, Celina, Fabiola, Lycinia, Ana Luisa, Elvira, Manuela y Laura, las protagonistas de este relato. Ellas representan la belleza y la dignidad de una cultura que ha conmovido a espectadores extranjeros que las ven traducidas al hebreo, polaco o francés, y a los colombianos en el exterior que reconocen en ellas a las mujeres importantes de sus vidas.
Jericó es y será para Catalina toda una experiencia de descubrimiento y el impulso necesario para seguir contando nuevas historias sobre su amada Colombia. Hoy sabe que no está sola: tiene al mejor asistente, que es el azar; la mejor coproductora, que es la vida; y el mayor elemento sorpresa, que es el encuentro con el otro.
Fotos: Cortesía